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Las cartas de Elena Otero

  • M. REDGON
  • 28 mar 2017
  • 3 Min. de lectura

Carta de Elena Otero a Esperanza Ibáñez

Mi querida Esperanza,


Te escribo sintiendo que mi corazón tiene alas y desea salir de mi interior para volar a través de mi ventana para reunirse con él, que es su dueño legítimo. Es tal mi estado que he perdido el apetito, pues sólo puedo pensar en él y asomarme a la ventana con la vana esperanza de verle pasar.

A punto he estado de olvidar contarte mi historia, mi querida amiga. Debes perdonarme, apenas puedo concentrarme lo suficiente para escribirte.

Sólo tú sabes la verdadera razón por la que dejé el convento; no podía consagrar mi vida al servicio de Dios cuando no era a Él a quién deseaba entregar mi corazón. Anhelaba encontrar un hombre al que amar y que me amase. Al igual que tú, tan afortunada, que lo

encontraste en tu marido el Marqués, con el que tus padres tuvieron la feliz idea de concertar tu matrimonio.

Desde que regresé del convento, como sabes, alegando melancolía por verme separada de mi familia, me han encomendado al cuidado dedoña Angustias Fernández, aquella horrible anciana amiga de mis padres. Siempre me está vigilando, incluso mientras te escribo estas líneas, dormita en un sillón continuo. Creo que su difunto esposo quiso dejar de vivir por no seguir viéndola. Afortunadamente, tampoco tiene hijos, ¿puedes imaginar que no fuera así?

Pues bien, esta mañana, como cada día, hemos acudido a oír misa. Ya nos íbamos cuando me di cuenta de que me faltaban mis guantes. ¿Los recuerdas? Aquellos de encaje de chantillí que mi querida abuela compró en París, y que me legó antes de morir. Adoro esos guantes y creí haberlos perdido, pues ni siquiera la vieja gárgola los había visto. De pronto, oí una voz detrás de mí.

  • Señorita –me llamó- ¿son suyos estos guantes?

Jamás hubiera esperado encontrarme a quien me encontré cuando me di la vuelta. Cómo explicarte que me encontré frente al hombre más gallardo que he visto jamás; como uno de aquellos modelos de las estatuas de Italia, un Caballero de la Mesa Redonda, un Adonis… Me quedé sin aliento, petrificada y sin saber qué hacer.

  • Gracias, caballero –acerté a decir al fin.

  • Es muy amable, caballero –exclamó doña Angustias, apareciendo de la nada e interponiéndose entre ambos. Entonces recé para que se la tragara la tierra- los creíamos perdidos; yo los llevaré.

Le arrebató los guantes y, cual si hubiera oído mis plegarias, aquel desarrapado murciélago se alejó unos pasos llevando su botín consigo.

  • Señorita Otero, no se entretenga –graznó-; se va a hacer tarde.

  • Buenos días –me despedí con la cabeza baja- le agradezco que haya recuperado mis guantes.

  • Ha sido un placer, señorita Otero. Buenos días.

Y se alejó hasta perderse entre la multitud. Yo, cabizbaja, fui a reunirme con mi carcelera. Pero entonces se me ocurrió una idea fantástica.

  • Doña Angustias –dije-, adivine el nombre de ese caballero.

  • ¿Qué caballero?

Como si pudiera haber otro, vieja estúpida, pensé.

  • El que ha encontrado mis guantes –y como me miraba recelosa continué- deseo hacer una pequeña ofrenda en su nombre, como agradecimiento.

  • No tiene importancia.

  • Claro que sí –respondí- mis padres me han enseñado a ser agradecida. Haga el favor de ir; no sería decente si voy yo.

  • Bien, iré. Espéreme aquí; no tardaré.

Doña Angustiasse perdió entre la multitud. Jamás he sentido tantos deseos de volver a verla. El desasosiego de no saber su nombre me estaba carcomiendo.

Resoplando por el esfuerzo de haber corrido, volvió a resurgir doña Angustias. Renqueando, llegó a mi lado:

  • Rodrigo –dijo jadeante-, su nombre es Rodrigo Hernanz.

Rodrigo Hernanz. Todo mi pensamiento se funde en una súplica a Dios para que me permita verle cuanto antes.

Tuya afectísima,

Elena


 
 
 

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